Plan Nacional de Lectura

MIGUEL REP EN ESCUELAS PATAGÓNICAS

En tiempos de urgencia, Carlos Skliar nos propone repensar algunas ideas en torno a la lectura. Presentamos su ponencia en la Jornada Compartir la Palabra.



Carlos Skliar, investigador del Conicet y docente en FLACSO participó de las Jornadas Compartir la palabra en el Encuentro Federal de la Palabra realizado en Tecnopolis.

Aquí su ponencia completa, para seguir pensando y reflexionando.

Leer en seis notas


Leer como petición. 
Pedir leer. No como convencimiento, ni como obligación, ni como súplica. Se trata del deseo de la transmisión de un signo –la lectura- mediada por un deseo casi singular –el leer-. Ese deseo tiene su travesía, no es nuevo, no tiene que ver con la necesariedad de la lectura, no se somete a las lógicas novedosas de formación: leemos, nos encanta dar a leer y nos gustaría conversar sobre la lectura. Leemos y nos gustaría que los demás leyeran. Leemos y deseemos poner en medio de nosotros la lectura. 
Pero algo hacemos mal, algo hicimos mal. ¿Dónde está nuestro deseo de lectura y cómo expresarlo en una conversación cuyo punto de partida y punto de llegada es, sin más, la donación de la lectura? ¿Cómo trasmitir la lectura ya no en el sentido de utilidad sino de la desesperación, de pasión desordenada, es decir, la enfermedad del leer?
Duele que la lectura se haya vuelto la falta de lectura, el vacío de la lectura, la lectura que se hace sólo obligatoria y ya no es más lectura. Se retuerce el alma al percibir que la lectura se vuelve estudio a secas, el ir al punto, el ir al grano, el ir al concepto seco, detenido. En mucho han participado las instituciones para que la lectura se vaya disecando cada vez más y, así, secando casi definitivamente. En vez de lectores se han buscado decodificadores, voces impostadas, verdaderos reducidores de textos. Por eso es que la pregunta por el lector del futuro se hace necesaria, en parte incómoda y, sobre todo, estremecedora. 
¿Qué lector queremos que venga al mundo, si es que viene? Ésa es la pregunta que se hiciera Nietzsche hace ya tiempo en El origen de la tragedia: “El lector del cual yo tengo derecho a esperar algo, ha de reunir tres condiciones: debe leer con tranquilidad y sin prisa; no ha de tener exclusivamente presente su ilustración, ni su propio yo; no debe buscar como resultado de esta lectura una nueva legislación”. 
Leer con tranquilidad, detenido, sin apuro; quitarse de ese yo que lee y de lo que ya sabe; eludir la búsqueda de una nueva ley y una nueva moral en el texto. ¿Cómo hacer, en medio de las tempestades de esta época, para ofrecer la tranquilidad ante la lectura? ¿Cómo hacer, entonces, para olvidar el yo en un mundo en que el yo se ha vuelto la única posición de privilegio? ¿Y cómo hacer para leer sin buscar reglas, sin buscar leyes, sin buscar aquello que algunos llaman de Verdad o Concepto? 
Al lector, hay que dejarlo en paz cuando de la lectura se trata. Y es que hoy se da a leer –cuando se da a leer- forzando la lectura: en el método obstinado, en la contracción violenta, en el subrayado disciplinado, en la búsqueda frenética de la legibilidad o de la hiper-interpretación, en la pérdida de la narración en nombre del Método. Y es allí mismo donde desaparece la lectura y es allí, también, donde desaparece el lector y se cierra el libro. Pero también habrá que decir que la figura del lector se ha revestido de una cierta arrogancia, de un cierto privilegio: es sólo el lector quien sabe de antemano lo que leerá, quien no se deja ni se quiere sorprender, quien pretende seguir siendo el mismo antes y después de leer, el que ‘ya parece haber leído cada cosa que se escribe’. Las dos omnipotencias de la lectura, la de ir estrictamente al punto y la de leer ya sabiendo lo que se leerá, confinan la lectura a una práctica desteñida, una lectura sin lectura: la pérdida de la aventura, del temblor, del peligro; en síntesis: el abandono de la experiencia del leer. Una experiencia perdida que, en las instituciones educativas, deja el libro a su suerte, a su propia muerte. 

Leer, leyendo. 
La pregunta ya no puede ser formulada como: ¿qué es la lectura y/o qué es el leer? Quizá habría que decir: ¿qué hay en la lectura y/o qué hay en el leer? O, mejor aún: ¿Qué es “leyendo”? Por ejemplo: una niña mira a su madre mientras lee; la mira y murmura frases para sí misma. Todo está quieto ahora, en suspenso, como si un largo día no fuera otra cosa que un fin de tarde que nunca desaparece. Cuando la madre hace una pausa, la niña se le acerca y pregunta, con voz de secreto: “Mami: ¿qué estás haciendo?”. “Leyendo”, responde la madre. La niña insiste: “¿Qué es leyendo?”. La madre le muestra el libro a la niña y dice: “¿Ves? Aquí hay historias que todavía no conocemos. Hay que buscarlas. Eso es estar leyendo”. La niña se queda quieta y mientras acaricia el brazo de su madre, le pregunta: “¿Pero: leyendo es en las partes blancas o en las partes negras?”.

Leer es releer. 
“Leer recién empieza cuando se relee. Leer por primera vez no es más que la preparación de esto. Porque hace falta, para que haya lectura, que la lectura se deje de ver a ella misma como una lectura, una actividad específica, distinta del objeto que se va a leer, con la que la primera precipitación tiene a confundirlo, sumiéndose en ella”. (MESCHONIC, 2007)). Entre la primera y la segunda lectura, entre la segunda lectura y las siguientes, acontece la diferencia. Afirmar la lectura como relectura permite reunir así las varias formas posibles de relación entre lo leído y quien lee. Como si leer estuviese relacionado, al mismo tiempo, a dos tensiones: la de comprender qué pasa con el lector cuando lee y la de reconocer qué le pasa a la lectura cuando es leída. 
Se trata de entrar a la lectura para medirse -y para desorientarse y para perder el rumbo- frente a la alteridad imprevisible del mundo, la alteridad sin fin de la historia, la alteridad enigmática de los cuerpos y la alteridad laberíntica del tiempo. El lector pone a prueba su creencia identitaria en la alteridad de la lectura: a cada fragmento, la posibilidad de una pregunta que comienza siendo exterior y se interioriza hasta confundir alteridad con intimidad: ¿de quién son, al fin y al cabo, las palabras que escribimos y leemos? Son del mundo, de la historia que habita al interior del mundo, a lo largo de todas sus edades, de todos sus tiempos. 

La lectura y el pasado.
Pero no se trata únicamente de visitar cementerios, lápidas y muertos. No se trata de un suelo que se pisa y otro, su contratara, el vacío oscuro y hondo donde se yace. No se trata de prestar atención apenas al mundo que está por encima: también está el mundo de antes y no es posible sentir y pensar el mundo sólo por aquello que ocurre en su superficie, en el aquí y ahora estrecho, en la mezquindad del presente. 
El mundo es un aroma de siglos. Una pronunciación incesante. Hacia atrás y hacia delante. El mundo comienza, quizá, allí donde no lo vemos: en sus entrañas, en sus gases retorcidos, en los minerales que nos sostienen. El mundo está boquiabierto. El mundo se compone de todo lo que ahora vemos y escuchamos y tocamos, sí. Y lo que vemos, escuchamos y tocamos nació antes, antes de nosotros, mucho antes del instante en que pudiéramos saberlo. 
Lo cierto es que mirar hacia atrás –o incluso hacia los lados- girar el rostro hacia el tiempo que nos precede, leer sin coyuntura, leer sin el peso de lo actual, leer lo desconocido, es un gesto ya antiguo, desusado, anacrónico, incluso sospechoso. Escribo: “Dos desconocidos que se miran durante siete horas no forman parte del plan inicial del universo. Tampoco que los niños pasen un día entero mirando nada o todo por la ventana o que los abuelos se sienten en el umbral de las casas a detener el paso de la tarde. Toda la eficacia del universo acaba cuando un hombre que va al trabajo se detiene para atarse los cordones de sus zapatos y no lo logra. Una mujer que lee un libro de memorias de otra mujer: este es el mayor peligro para la máquina impiadosa del mundo”.
Todo ahora es tan rápido. La urgencia es tan torpe y de tal magnitud que, en buena medida, la vida se ha puesto atropellada y la muerte ya no es lenta. La prisa es una zancadilla que nos damos a nosotros mismos. La aceleración del pulso, el ánimo incierto, el corazón abroquelado, no son más que los signos de un cuerpo extenuado por tener que mirar siempre hacia delante, siempre hacia el progreso, siempre con el arco del alma tenso. Leer es una pausa. Las pausas suelen alargar el universo. Leer es detener el tiempo que nos asigna este mundo e impedir que la máquina utilitaria del universo siga su camino de masacres. Leer es dejar de hacer ruido. Leer es apoyar el cuerpo en un tiempo que no vivimos, para intentar vivirlo. Leer es quitarse de la tiranía opaca de un único tiempo. Leer es ese instante en que la conversación con los muertos se vuelve pura vida. Leer es la detención que podría hacer más hondo al mundo.

El adiós al libro
El fin del libro no es el final del libro. Por lo que sabemos el libro ha sido capaz de sobrevivir a sus propias transformaciones, a las prohibiciones, las hogueras, al registro de sonidos, la televisión, Internet, las redes sociales e incluso a su pariente más simiesco, el libro electrónico. 
Desde los temblores iniciales de los primeros lectores medievales hasta los estremecimientos actuales, quizá más tecnificados y más eclécticos, el libro no parece haber tocado su fin, ni parece encontrarse en medio de una agonía más o menos terminal. A no ser que la cuestión del fin del libro preanuncie, con ella, otros finales abruptos, esto es, la muerte de ciertas imágenes del lector y de las prácticas de la lectura tal como las conocemos en nuestra época. Pero: ¿qué pregunta es la del fin del libro? ¿Una pregunta que parece ser, en verdad, el preaviso de lo que se está abandonando o ya se ha abandonado irremediablemente? ¿Una pregunta cultual, literaria, pedagógica, industrial, comercial, filosófica?
La cuestión nos llega enmascarada: si se tratara de una pregunta comercial o industrial habrá que responder que jamás los grandes monopolios editoriales han vendido tanto como ahora; si se tratara de una pregunta acerca del formato, quienes leen aún están en duda sobre si es posible o no reemplazar el objeto físico por otros medios; si se tratara, en cambio, de una pregunta acerca de esa gestualidad del leer que se ha mantenido más o menos indemne desde los tiempos de Gutenberg, habrá la necesidad de decir algo al respecto todavía. Leer, nunca se ha leído tanto. Lectores, jamás ha habido tantos, de cualquier cosa leíble, como bien dice Alessandro Baricco en su libro Los Bárbaros (2008). Es difícil adivinar o afirmar una existencia humana que no haya posado sus ojos sobre algún texto. Más aún después de la diseminación de las campañas mundiales, regionales, nacionales y locales de alfabetización y los programas globales de lectura. Es casi imposible que alguien no lea algo. Pero no es sobre esta lectura ni de este lector que la pregunta por el fin del libro tiene lugar. Es cierto que se pueden leer los horóscopos, los periódicos, los libros de auto-ayuda, las memorias de quienes todavía no tienen recuerdos, las biografías no autorizadas, las coyunturas políticas, los best-seller, las historias de vida de los personajes políticos o de la televisión, etcétera. Y también es cierto que todo ello es lectura. En todo caso, lo que permanece es la pregunta por el lector que hace una experiencia de lectura, no que apenas lee: ¿cuál podría ser la diferencia entre los lectores que leen y los que hacen experiencia de lectura y, en todo caso, para qué sirve esta distinción en tiempos como éstos? 
De un lado hoy existen más lectores de un cierto tipo de material exterior a lo literario, que buscan en la lectura no tanto el temblor inaugural de lo desconocido, sino más bien una respuesta a una cierta pregunta sobre la actualidad y la coyuntura. Aquí es donde cambian y se bifurcan los sentidos actuales sobre los libros, el lector y la lectura: ¿conservar ese sentido apenas para lo literario o entender su estallido a través de la hegemonía masiva de la información y la opinión?: “El valor del libro reside en ofrecerse como un abono para una experiencia más amplia: como segmento de una secuencia que empezó en otro lugar y que, a lo mejor, terminará en otra parte” (BARICCO, 2008: 82-83). 
Lo cierto es que toda novedad o mutación trae aparejada una o varias nostalgias de lo que se cree ha sido ultrapasado o está pronto a sucumbir ante la prepotencia de lo que llega a pasos agigantados. Por ejemplo: la espectacular comodidad y rapidez del email dejó un tendal de nostálgicos por las cartas escritas a mano; las masivas redes sociales no dejan de hacernos sentir más soledad que en tiempos sin redes sociales y la comunicación por celular no anula el recuerdo por las largas conversaciones hechas entre los aparatos negros de teléfonos. 
En fin: quizá hoy la lectura sea una fuente utilitaria de informaciones donde el deseo o la experiencia de leer no cumpla ningún papel esencial. O todo lo contrario: leer seguirá siendo esa experiencia a la vez singular y comunitaria, en voz baja y a alta voz, que sigue confesando secretos que de otro modo jamás llegarían a nuestros oídos, a nuestras manos, a nuestros ojos, a nuestra vida. 

Los peligros del leer en la duración de la lectura. 
El mundo no es sólo humo y desierto, destino de prisa, transcurrir en filas cuyo desenlace es el olvido. El segundo más hondo habita en el canto de la página –el miedo a pasarse, la vigilia de la última palabra, la voluntad de ir más allá de uno mismo-. Leer en todos los segundos. Leer como atardecer: la luz está baja, a solas, porque ya no importan las formas del pensar sino todos los contornos: el perfil de una tierra extraña y propia, la infancia en el ancho de sus aguas, el paseo por la cornisa de una historia ajena a punto de ser nuestra. Una hora en que el tiempo ya no cuenta porque se muda del desconcierto al sueño, de la bruma banal a la confesión extrema, de la pereza a la pasión desordenada. Leer como anochecer. Los ojos se cierran junto a la lectura. La mirada prosigue con su vaivén descalzo. Leer a piel abierta. Durante. 
Los peligros del mundo, de este mundo: el amor, la lectura, el paseo y la escritura, en cualquier orden. El amor: lo desordena todo. La lectura: lo imagina todo. El paseo: lo percibe todo. La escritura: lo perfora todo. Sin embargo, el mayor peligro siempre está en lo inútil, en la inutilidad. Eso es lo que más le incomoda al mundo, a este mundo. Hoy, en medio de tanta urgencia, la virtud podría se la pereza, el cansancio, la parsimonia, el demorarse, la falta de prisa. Y la imagen más conmovedora quizás sería: cualquier persona que no esté apurada, ni haciendo fila, ni tan prolija, ni hablando fuerte, ni conectada.
Por eso: todo consiste en leer un libro que nunca se leyó antes, es decir: atravesar un mundo desconocido, un tiempo desconocido, gestos desconocidos. Párrafo a párrafo lo que parecía ser ajeno comienza a existirnos como si fuera posible habitar un lugar que no es el nuestro, un cuerpo diferente con una voz desconocida. Sin embargo leer no es conocer lo desconocido, llenar un abismo infinito con palabras ordenadas. 
Leer es ir desconociéndose poco a poco. 
Como si nunca hubiéramos vivido antes.

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