Plan Nacional de Lectura

Las palabras en su justo lugar

El pasado es irreversible decía Cortázar en 1983 en una conferencia sobre los desaparecidos y agregaba que el trabajo era hacia el futuro. Repasamos sus palabras: “Hablar hasta el cansancio, porque lo más monstruoso frente a esto es el silencio y el olvido”.



En noviembre de 1983, Julio Cortázar expuso la conferencia Una maquinaria diabólica: las desapariciones forzadas, en las Naciones Unidas, en Nueva York, ante la Comisión Independiente sobre Cuestiones Humanitarias Internacionales. Compartimos fragmentos de esta exposición donde hizo un recorrido por América Latina, pero especialmente habló de la Argentina:

“(…) porque un escritor responsable se dirige siempre a la conciencia y a la sensibilidad de sus lectores, lo que quiero decir aquí sobre el problema de las desapariciones forzadas en muchos de nuestros países no se refiere a los aspectos jurídicos y técnicos que tocan al derecho nacional e internacional, sino a esa realidad inmediata que concierne a las personas como tales, aludiendo concretamente a aquellas que han desaparecido sin dejar huellas y a aquellas que, unidas por lazos de parentesco o de afecto a las víctimas siguen viviendo de día en día el interminable horror de un vacío frente al cual toda palabra pierde peso y todo consuelo se vuelve irrisorio. Pero precisamente por eso es necesario hablar de lo concreto, hablar hasta el cansancio, porque lo más monstruoso y culpable frente a esto es el silencio y el olvido.

(…) es imposible enfrentar el hecho de las desapariciones sin que algo en nosotros sienta la presencia de un elemento infrahumano, de una fuerza que parece venir de las profundidades, de esos abismos donde inevitablemente la imaginación termina por situar a todos aquellos que han desaparecido. Si las cosas parecen relativamente explicables en la superficie- los propósitos, los métodos y las consecuencias de las desapariciones-, queda sin embargo un trasfondo irreductible a toda razón, a toda justificación humana: y es entonces que el sentimiento de lo diabólico se abre paso como si por un momento hubiéramos vuelto a las vivencias medievales del bien y del mal, como si a pesar de todas nuestras defensas intelectuales lo demoníaco estuviera una vez más ahí diciéndonos: ¿Ves? Existo: ahí tienes la prueba.

Pero lo diabólico, por desgracia, es en este caso humano, demasiado humano: quienes han orquestado una técnica para aplicarla mucho más allá de casos aislados y convertirla en una práctica de cuya multiplicación sistemática dan idea las cifras que ya todos conocemos -30.000 desaparecidos solamente en la Argentina-, saben perfectamente que ese procedimiento tiene para ellos una doble ventaja: la de eliminar a un adversario real o potencial (sin hablar de los que no lo son pero que caen en la trampa por juegos del azar, de la brutalidad o del sadismo), y a la vez injertar, mediante la más monstruosa de las cirugías, la doble presencia del miedo y de la esperanza en aquellos a quienes les toca vivir la desaparición de seres queridos. Por un lado se suprime a una antagonista virtual o real; por el otro se crean las condiciones para que los parientes o amigos de las víctimas se vean obligados en muchos casos a guardar silencio como única posibilidad de salvaguardar la vida de aquellos que su corazón se niega a admitir como muertos. Si toda muerte humana entraña una ausencia irrevocable, ¿qué decir de esta ausencia que se sigue dando como presencia abstracta, como la obstinada negación de la ausencia final?

(…) Pero las desapariciones forzadas no se limitan ni mucho menos a un mecanismo de represión dirigido a eliminar a quienes se considera como enemigos. En la Argentina, para citar el país donde esta técnica de la muerte y del miedo ha rebasado todos los límites imaginables, las desapariciones no sólo han ocurrido en el nivel de los adultos sino que se han hecho extensivas a los niños, secuestrados muchas veces al mismo tiempo que sus padres o parientes cercanos, y sobre los cuales no ha vuelto a saberse nada. Niños que van desde los recién nacidos a los que ya entraban en la edad escolar. Niños cuyo secuestro y desaparición nada justificaba como no fuera el sadismo de los raptores o un refinamiento casi inconcebible de su técnica de intimidación. Esos niños, ¿podían considerarse como subversivos, según calificaban los militares a los jóvenes y adultos desaparecidos? Esos niños, ¿eran enemigos de lo que ellos llaman patria, llenando de sucia saliva una palabra que tanto significa para los pueblos latinoamericanos? ¿Y qué ha ocurrido con esos niños, si no han muerto en su enorme mayoría? Si quedan sobrevivientes, ¿qué pueden saber hoy lo que fueron un día frente a los tráficos, ventas, adopciones y desplazamientos de que han sido víctimas? Si la desaparición de un adulto siembra el espanto y el dolor en el corazón de sus prójimos y amigos, ¿qué decir de padres y abuelos que en la Argentina siguen buscando, fotografías en mano, a esos pequeños que les fueron arrancados entre golpes, balazos e insultos?

(…) El pasado es irreversible, pero reuniones como la de esta Comisión y todas las que se seguirán llevando a cabo en las tribunas libres del mundo, deberán continuar un trabajo empecinadamente dirigido hacia el futuro; no soy ingenuo como para ignorar lo que eso significa de difícil, de aleatorio y en algunos terrenos de imposible, pero no valdría la pena que estuviéramos hoy aquí si no creyéramos posible, como lo sabe esta Comisión, que hay terrenos que pueden ganarse poco a poco, que hay campos de conciencia y de responsabilidad que pueden ampliarse con creciente eficacia. (…)”

 

 

 

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