Plan Nacional de Lectura

El cielo y la infancia

En el año del centenario del nacimiento de Julio Cortázar, recordamos la relación del escritor con la infancia. Con la suya propia y con todas aquellas que conducen al universo perdido del juego y de la ilusión. 



“Me acuerdo de una plaza, poca cosa: un farol, un paraíso, unos malvones, y ni un banco en el que estar, ni una rosa. Pero venían todos los gorriones”.-

 

En 1914, Alemania, que se encontraba en guerra contra Francia, invadió Bélgica para atacar a los ejércitos franceses desde el norte. En ese año, en la ciudad de Bruselas, había nacido Julio Cortázar.  Sus padres eran argentinos pero estaban allá porque el padre había viajado con una delegación comercial destinada a auxiliar a la Embajada Argentina en Bélgica. Al estallar la Guerra, la familia escapó a España, donde recibió asilo.

Julio vivió en Barcelona hasta los tres años. Quienes lo conocieron, cuentan que de esos recuerdos borrosos de la primera infancia nació su gran admiración por la arquitectura de Antonio Gaudí y más especialmente por el Parc Güell, el lugar donde lo llevaban a jugar.

Su familia regresó a la Argentina cuando él tenía cuatro años. A partir de ese momento y hasta cumplir los dieciocho, vivió en el conurbano bonaerense, más precisamente en Banfield. Sobre su vida en aquellos años, escribió: "Era ese tipo de barrio, sumamente suburbano, que tantas veces encuentras  en las palabras de los tangos: calles no pavimentadas, pequeños faroles en las esquinas, una pésima iluminación que favorecía el amor y la delincuencia en partes iguales, y que hizo que mi infancia fuera una infancia cautelosa y temerosa, porque las madres tenían mucho miedo por los niños. Había un clima a veces inquietante en esos lugares. Y al mismo tiempo era un paraíso: la casa tenía un gran jardín que daba a otros jardines. Un jardín lleno de gatos, perros, tortugas y papagayos: un paraíso. Pero en este jardín ya era yo Adán, en el sentido de que no conservo recuerdos felices de mi infancia -demasiadas tareas, sensibilidad excesiva, tristeza frecuente, asma, brazos rotos, primeros amores desesperados (mi cuento "Los venenos" tiene mucho de autobiográfico). Sin embargo, ése era mi reino, y  he vuelto a él,  lo he evocado en algunos cuentos, porque aún hoy lo siento muy presente, muy vivo".

En ese “reino” de la infancia, la realidad golpeaba con crudeza. Un par de años después de haber regresado a Argentina, su padre abandonó a la familia para nunca más volver. Esa ausencia los dejó –a él, su mamá y su hermana- en una situación económica bastante precaria.

En su universo apareció entonces la literatura, como refugio y como salvación.  Sobre esos años, para “Encuesta a la literatura argentina contemporánea” (una colección que publicaba el Centro Editor de América Latina en la década del 60), sus palabras fueron: “Me acuerdo de un tintero, de una lapicera con pluma "cucharita", del invierno en Bánfield: fuego de salamandra, sabañones. Es el atardecer y tengo ocho o nueve años; escribo un poema para celebrar el cumpleaños de un pariente. La prosa me cuesta mucho más en ese tiempo y en todos los tiempos, pero lo mismo escribo un cuento sobre un perro que se llama Leal y que muere por salvar a una niña caída en manos de malvados raptores. Escribir no me parece nada insólito, más bien una manera de pasar el tiempo hasta llegar a los quince años y poder entrar en la marina, que considero mi vocación verdadera. Ya no hoy, por cierto, y en todo caso el sueño dura poco: de golpe quiero ser músico, pero no tengo aptitudes para el solfeo (mi tía dixit), y en cambio los sonetos me salen redondos. El director de la primaria le dice a mi madre que leo demasiado y que me racione los libros; ese día empiezo a saber que el mundo está lleno de idiotas. A los doce años proyecto un poema que modestamente abarcará la entera historia de la humanidad, y escribo las veinte páginas correspondientes a la edad de las cavernas; creo que una pleuresía interrumpe esta empresa genial que tiene a la familia en suspenso”.

En referencia a esta etapa de su vida, en una entrevista periodística (realizada por Elena Poniatowska para la revista mexicana “Plural”) Cortázar precisó: “Tuve una infancia en la que no fui feliz y esto me marcó muchísimo. De ahí mi interés en los niños, en el mundo de los niños. Es una fijación. Soy un hombre que amo mucho a los niños. No he tenido hijos, pero los amo profundamente. Creo que soy muy infantil en el sentido en que no acepto la realidad. A los niños les cuento cosas fantásticas e inmediatamente establezco una buena relación con ellos, muy buena.”

La ilusión, el juego, la niñez, el mundo adulto. Sobre todo esto reflexionó magistralmente Cortázar en un capítulo de Rayuela, el libro que lo consagraría a la fama mundial. Allí, bajo el título “La infancia y el cielo”, escribió:

“La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato, y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo. Poco a poco, sin embargo, se va adquiriendo la habilidad necesaria para salvar las diferentes casillas (rayuela caracol, rayuela rectangular, rayuela de fantasía, poco usada) y un día se aprende a salir de la Tierra y remontar la piedrita hasta el Cielo, hasta entrar en el Cielo, (Et tous nos amours, sollozó Emmanuèle boca abajo), lo malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. Y porque se ha salido de la infancia (Je n'oublierai pas le temps des cérises, pataleó Emmanuèle en el suelo) se olvida que para llegar al Cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrita y la punta de un zapato.”

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