Hoy, 1 de febrero, María Elena Walsh cumpliría 83 años. La homenajeamos, con las palabras de la escritora Paula Bombara y con un cuento suyo que ningún chico debería perderse: “La Plapla”.
Pasa el tiempo y se suceden las generaciones pero Manuelita sigue viajando a París y el Mono Liso continúa cazando viva a una naranja. Sus personajes, sus relatos, sus canciones no sólo no pierden vigencia sino que permanecen dando alegría a los más chicos. Hoy, 1 de febrero, María Elena Walsh cumpliría 83 años. La homenajeamos, con las palabras de la escritora Paula Bombara y con un cuento suyo que ningún chico debería perderse: “La Plapla”.
“Sus discos giraban una y otra vez en el tocadiscos que tenía mi mamá. Lado A – lado B – lado A – lado B. Una y otra vez escuchaba su voz cantando mientras seguía atenta las letras escritas de las canciones, a ver si identificaba el verso. Así aprendí a leer”, recuerda la escritora de literatura infantil Paula Bombara.
Es que María Elena Walsh construyó un mundo de personajes y de historias, que desde la década del 60 en adelante, conforman el universo infantil de la mayoría de los argentinos. “Canciones para mirar” (1962), “El reino del revés” (1964), “Zoo loco” (1964), “Dailan Kifki” (1966), “Cuentopos de Gulubú” (1966) y “Aire libre” (1967) llegaron para quedarse y hasta fueron éxito de taquilla, con la adaptación de “Manuelita, la tortuga”, llevada al cine en 1999 por el dibujante Manuel García Ferré.
“Dailan Kifki fue la primera novela que tuve. Salir a pasear una planta sigue siendo, para mí, una genialidad a imitar. La plapla era el cuento que más me gustaba”, precisa Bombara, la autora de “Eleodoro”, “El mar y la serpiente” y “Una casa de secretos”, entre otros libros.
Poetisa, escritora, música, cantautora, dramaturga y compositora; la obra de María Elena Walsh fue prolífica –grabó más de veinte discos y publicó más de cincuenta libros- tanto para adultos, como para niños; y supo provocar con sus textos una profunda revolución literaria: modificó la relación entre poesía e infancia.
“El absurdo, la fantasía juguetona de sus relatos y de sus canciones se asentaron en mi memoria con la fuerza irreductible de los hechos importantes. De algún modo están ligados a otros, muy duros, como las sogas se unen a los maderos para construir una balsa. Recuerdo, por ejemplo, que estaba segurísima de que en cualquier momento me iba a pasar como a Felipito Tacatún y escribiría una plapla. La dictadura me arrancaba la familia, mi realidad mutaba en un espanto y yo, cada vez que tomaba un lápiz o un marcador, me prometía que si lograba escribir una plapla nunca nadie me la iba a quitar para meterla en una cajita, pensaba defenderla con uñas y dientes. Hoy revisito ese recuerdo y pienso que, en definitiva, como autora, continúo en mi búsqueda de plaplas”, asegura Bombara.
“Eso mismo es cada juego poético de María Elena Walsh para mí: una letra viva, inquieta, que provoca y resiste, que busca salirse de la fila, que se revela y se rebela. Y que ya ha demostrado largamente que no hay cajita que pueda con ella”.
Luego de esta presentación, los dejamos con el cuento, que fue publicado y distribuido por el Plan Nacional de Lectura. Con ustedes:
“La Plapla”
Felipito Tacatún estaba haciendo los deberes. Inclinado sobre el cuaderno y sacando un poquito la lengua, escribía enruladas “emes”, orejudas “eles” y elegantísimas “zetas”.
De pronto vio algo muy raro sobre el papel.
–¿Qué es esto?, se preguntó Felipito, que era un poco miope, y se puso un par de anteojos.
Una de las letras que había escrito se despatarraba toda y se ponía a caminar muy oronda por el cuaderno.
Felipito no lo podía creer, y sin embargo era cierto: la letra, como una araña de tinta, patinaba muy contenta por la página.
Felipito se puso otro par de anteojos para mirarla mejor.
Cuando la hubo mirado bien, cerró el cuaderno asustado y oyó una vocecita que decía:
–¡Ay!
Volvió a abrir el cuaderno valientemente y se puso otro par de anteojos y ya van tres.
Pegando la nariz al papel preguntó:
–¿Quién es usted señorita?
Y la letra caminadora contestó:
–Soy una Plapla.
–¿Una Plapla?, preguntó Felipito asustadísimo, ¿qué es eso?
–¿No acabo de decirte? Una Plapla soy yo.
–Pero la maestra nunca me dijo que existiera una letra llamada Plapla, y mucho menos que caminara por el cuaderno.
–Ahora ya lo sabes. Has escrito una Plapla.
–¿Y qué hago con la Plapla?
–Mirarla.
–Sí, la estoy mirando pero… ¿y después?
–Después, nada.
Y la Plapla siguió patinando sobre el cuaderno mientras cantaba un vals con su voz chiquita y de tinta.
Al día siguiente, Felipito corrió a mostrarle el cuaderno a la maestra, gritando entusiasmado:
–¡Señorita, mire la Plapla, mire la Plapla!
La maestra creyó que Felipito se había vuelto loco.
Pero no.
Abrió el cuaderno, y allí estaba la Plapla bailando y patinando por la página y jugando a la rayuela con los renglones.
Como podrán imaginarse, la Plapla causó mucho revuelo en el colegio.
Ese día nadie estudió.
Todo el mundo, por riguroso turno, desde el portero hasta los nenes de primer grado, se dedicaron a contemplar a la Plapla.
Tan grande fue el bochinche y la falta de estudio, que desde ese día la Plapla no figura en el Abecedario.
Cada vez que un chico, por casualidad, igual que Felipito, escribe una Plapla cantante y patinadora la maestra la guarda en una cajita y cuida muy bien de que nadie se entere.
Qué le vamos a hacer, así es la vida.
Las letras no han sido hechas para bailar, sino para quedarse quietas una al lado de la otra, ¿no?
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