A 76 años su muerte, recordamos a uno de los maestros del relato breve en el mundo de habla hispana, Horacio Quiroga.
Horacio Silvestre Quiroga nació en Salto, Uruguay, en 1878 y vivió gran parte de su vida en Argentina. En un texto publicado en la revista Humi, -luego citado en la revista Imaginaria- Laura Devetach propone: “Si tuviéramos que contar un cuento sobre Horacio Quiroga, podríamos empezar así: Había una vez un chico que nació en un pueblo uruguayo llamado Salto. Su segundo nombre fue Silvestre… ¿Sería por eso que anduvo siempre enamorado de la naturaleza y más tarde, concretamente, de la selva misionera? Horacio era un inquieto y un curioso. No podía estar sin andar explorando cosas. Por eso iba mucho al taller de un artesano amigo y aprendió de todo un poco”.
Mucho antes de iniciarse en la escritura, Quiroga había incursionado en la invención de artefactos y el desarrollo de actividades variopintas; fue aficionado al ciclismo, a la química, a la fotografía. Esta disciplina precisamente lo llevó, de la mano de Leopoldo Lugones, a recorrer la Argentina para adentrarse en las ruinas jesuitas de San Ignacio, ciudad en la que luego se asentaría casi hasta su muerte.
Publicó relatos, poemas y ensayos. Sus primeros textos aparecieron en revistas locales pero entre los últimos años del siglo y los primeros del XX, se instaló en Buenos Aires y su producción editorial cobró velocidad: vieron la luz, Los arrecifes de coral (1901), Diario de viaje a París (1900), el libro de cuentos El crimen del otro (1904) y las novelas Los perseguidos (1905) e Historia de un amor turbio (1908). También por esos años, comenzó a colaborar en la revista Caras y Caretas y en el diario La Nación; además lo haría en las publicaciones Fray Mocho y La novela semanal, entre otras.
En 1909, se instaló en Misiones donde vivió largos años apenas interrumpidos por viajes a Montevideo y Buenos Aires. De los varios volúmenes impregnados del universo selvático, se destacan Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918), El salvaje (1920), Anaconda (1921), El desierto (1924), La gallina degollada y otros cuentos (1925) y Los desterrados (1926).
El empleo de la prosa depurada, casi árida, hacen de la narrativa de Quiroga un terreno en el que lo simple aparece preñado de extrañeza y donde, bajo el manto apacible de la naturaleza, late la tensión y el horror.
Entre los diez puntos que integran el Decálogo del perfecto cuentista, Quiroga devela algunas pistas: “No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo”. Y además: “No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea”. Por este estilo, ha sido comparado en estilo a Edgar Allan Poe, Rudyard Kipling y Guy de Maupassant.
Compartimos un fragmento de uno de los cuentos más escalofriantes de la literatura latinoamericana, El almohadón de plumas, del libro Cuentos de amor, de locura y de muerte.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
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