En su cumpleaños número 86, compartimos algunas reflexiones de Gabriel García Márquez. De puño y letra.
“Modestamente me considero el hombre más libre del mundo”, dijo alguna vez el padre del realismo mágico en un taller para alumnos que buscaban “aprender” a escribir guiones para cine y televisión. “Eso se lo debo a haber hecho durante toda la vida única y exclusivamente lo que he querido, que es contar historias”; el gran García Márquez les hablaba así de su oficio, que no es otra cosa que su forma de vivir.
En el día de su cumpleaños número 86, compartimos algunos fragmentos de su exposición frente a aquellos talleristas, que luego se recogió en el libro La bendita manía de contar.
Asume allí, que cuando escribe una novela se atrinchera en su mundo y no comparte nada con nadie: “Soy de una arrogancia, una prepotencia y una vanidad absolutas. ¿Por qué? Porque creo que es la única manera que tengo de proteger al feto, de garantizar que se desarrolle como lo concebí. Ahora bien, cuando termino o considero casi terminada una primera versión, siento la necesidad de oír algunas opiniones y les paso los originales a unos pocos amigos”. Luego marca la diferencia con el trabajo de los guionistas, reconociendo el valioso espacio de un taller, para intercambiar experiencias y jugar a inventar historias.
“En una cátedra de literatura, con un señor sentado allá arriba soltando imperturbable un rollo teórico, no se aprenden los secretos del escritor. El único modo de aprenderlos es leyendo y trabajando en taller. Es aquí donde uno ve con sus propios ojos cómo crece una historia, cómo se va descartando lo superfluo, cómo se abre de pronto un camino donde sólo parecía haber un callejón sin salida”.
Aparece un García Márquez escritor, por supuesto, pero también un docente, un mediador, que sale de su cuarto solitario de gestación de palabras, para generarlas junto a otros y mostrarles formas de hacerlo; un García Márquez que cree en el movimiento de las historias y los infinitos circuitos que recorren.
Con ustedes, fragmentos de su exposición frente al taller.
“Yo lo único que he querido hacer en mi vida –y lo único que he hecho más o menos bien- es contar historias. (…) El día que descubrí que lo único que realmente me gustaba era contar historias, me propuse hacer todo lo necesario para satisfacer ese deseo. Me dije: esto es lo mío, nada ni nadie me obligará a dedicarme a otra cosa. No se imaginan ustedes la cantidad de trucos, marrullerías, trampas y mentiras que tuve que hacer durante mis años de estudiante para llegar a ser escritor, para poder seguir mi camino, porque lo que querían era meterme a la fuerza por otro lado. Llegué inclusive a ser un gran estudiante para que me dejaran tranquilo y poder seguir leyendo poesías y novelas, que era lo que a mí me interesaba”.
“No quisiera descorazonar a nadie, pero estoy convencido de que le mundo se divide entre los que saben contar historias y los que no (…) Lo que quiero decir es que el cuentero nace, no se hace. Claro que el don no basta. A quien sólo tiene la aptitud, pero no el oficio, le falta mucho todavía: cultura, técnica, experiencia” (…)
Es decir, padezco de la bendita manía de contar. Y me pregunto: esa manía, ¿se puede trasmitir? ¿Las obsesiones se enseñan? Lo que sí puede hacer uno es compartir experiencias, mostrar problemas, hablar de las soluciones que encontró y de las decisiones que tuvo que tomar, por qué hizo esto y no aquello, por qué eliminó de la historia una determinada situación o incluyó un nuevo personaje” (…)
“Si uno quiere ser escritor tiene que estar dispuesto a serlo veinticuatro horas al día, los trescientos sesenta y cinco días del año. ¿Quién fue el que dijo aquello de que si me llega la inspiración me encontrará escribiendo? Ése sabía lo que decía. Los diletantes pueden darse el lujo de mariposear, de pasarse la vida saltando de una cosa a otra sin ahondar en ninguna, pero nosotros no. El nuestro es un oficio de galeotes, no de diletantes”.
Breve reseña biográfica: Nació en 1927, en Aracataca, Colombia. Cursó su bachillerato en un colegio jesuita en Bogotá. Se inició en el periodismo en el diario El Universal de Cartagena y luego fue reportero de El Heraldo de Barranquilla y de El Espectador de Bogotá. En este último, publicó un 13 de septiembre de 1947, a los 20 años, recién graduado de bachiller, el cuento La tercera resignación.
En 1955 publicó su primera novela La Hojarasca, y en 1961 le siguió el libro de cuentos Los funerales de Mamá Grande.
Otras obras memorables son: El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos de cólera, entre tantas otras.
Es considerado uno de los más grandes representantes del “boom” de la literatura latinoamericana y su consagración literaria llegó con Cien años de soledad, publicada por primera vez en 1967 por Editorial Sudamericana.
En 1982 ganó el Premio Nóbel de Literatura, y en su discurso de recibimiento del galardón puso en relieve a toda América Latina, en el terreno de la literatura, pero también y sobre todo en el campo político, social cultural: “América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante de sosiego. Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de la Letras. (…) Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual éste colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad (…) Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte”.
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