En la figura del autor de Rayuela, novela que cumple este mes 50 años de su primera edición, celebramos el día del escritor.
Para recordarlo como se merece, lo hacemos a través de las palabras de quien fue su amigo y hoy es también un gran escritor, Vicente Zito Lema; a quien le agradecemos infinitamente por contarnos algunas cosas que “merecen ser sabidas, o recordadas si se conocieron” como la presentación de “El libro de Manuel” en 1972 en la Federación Gráfica o la cesión de derechos que decidió Cortázar para que pudieran trabajar por la libertad de los presos políticos. Un perfil cercano y único al hombre de rostro de adolescente melancólico y barba de pirata errante por las Antillas que cambió para siempre la literatura argentina y latinoamericana.
Julio Cortázar, ese Vigía
Por Vicente Zito Lema
Se sabe que era un hombre dulce y bien amado, tímido pero
también resuelto en las horas necesarias, sereno siempre, podía
tocar con las manos los techos de las casas de campo, magro de
carnes, al caminar, bamboleante, cobraba las apariencias de un
mástil de velero chino, y mientras dialogaba se inclinaba suavemente,
como la copa de un gran árbol frente al viento del sur.
Se sabe que tenía la voz ronca de fumador mañanero, o más bien
de sierra que chirría contra un nudo, aunque en realidad parecía
la voz de alguien que nos lee un cuento que no tiene final en la
mitad del sueño.
De sus ojos se ha dicho que serían los del diablo por oblicuos y
diáfanos si no hubieran sido sometidos al dominio del corazón.
La barba, crecida y roja, de pirata errante por las Antillas, el pucho
pegado al costado derecho de la boca, como un compadrito
de suburbio.
Hablaba un francés bien nasal, quizá por amor a la Nadja de
Bretón; también su inglés era literario, seguramente por devoción
a las historias de Poe; pero nunca dejó de manejar el lunfardo
con la secreta esperanza de descubrir cómo carajo Justo
Suárez, el Torito, pegaba tan corto, duro y exacto a la vez.
Se sabe que navegaba seguro sobre los ríos barrosos del jazz;
fanático de Theolonius Monk y apólogo de Charlie Parker, a
quien persiguió como un maldito por la calles de París hasta logar
cambiarle su viejo saxo tenor por una no menos vieja máquina
de escribir. Pero no por eso olvidó un solo tango de los cantados
por Gardel ni el sonido de esas dos guitarras y ese bandoneón,
igualmente anónimos y misteriosos, que se podían escuchar en un
bar del Dock Sud adonde me invitó una noche.
Nada le faltaba conocer sobre ser escritor, tanto que le enseñó el
A-B-C a más de una generación sin dejar de sentirse un amateur
enamorado del juego de las palabras y con conciencia de que este
oficio consiste, entre otras muchas cosas, en lograr ese clima propio de todo
gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla
al lector de todo lo que lo rodea para después, terminando el cuento, volver
a conectarlo con su circunstancia de una nueva manera, enriquecida, más
honda o más hermosa.
¿Y no enseñó también, cuando las aguas se dividían entre obsecuentes
y pasatistas, que un escritor debe participar de la revolución,
dar lo mejor de sí mismo sin cercenar la dimensión de
su arte, para lograr transmitir así como se transmiten las cosas
fundamentales; de sangre a sangre, de mano a mano, de hombre
a hombre?
Sin embargo nadie se animó a llamarlo maestro (imagino su estupor,
incluso su carcajada). Puede que ello sea por su eterno
rostro de adolescente melancólico que rumia su primer poema o,
más cerca de la verdad, porque era un reverendo irreverente que
predicaba, sin reverencias, beatífico y malicioso, que burlarse de
pompas y uniformes es muy necesario – aunque no tan saludable
– en un país donde el autoritarismo crece más rápido que el pasto
y el fascismo golpea en la puerta de casa todos los días y muchos
lo dejan entrar, sin tapujos, amablemente.
No; maestro, no. Aunque supo ser ese vigía que mira al horizonte
sin vértigos para marcar el justo camino. Y sí, también, alguien
que se sienta confiado a nuestra mesa, nos relata pausadamente
una aventura maravillosa, nos incita a seguir buscando el paraíso
perdido, nos demanda que no dejemos morir la flor de la poesía
y es capaz de hacernos sentir junto a él en compañía de un
hermano.
Nunca ocultó, frete a los amigos y enemigos, que fue por Cuba y
la pasión del Che que pudo ver con nuevos ojos su propio país y
la América Latina toda.
¿Y quién no sabe que la Nicaragua sandinista ha sido la niña de
sus ojos, a la que marchó clandestinamente en épocas de Somoza
y a la que volvió una y otra vez – aun enfermo y con la muerte
de su compañera Carol a cuestas – en los momentos de mayor
peligro de una invasión norteamericana y siempre guiado por su
infinita necesidad de conocerlo todo: la gente , los volcanes, los
ríos, la costa oceánica, las cooperativas, los talleres de poesía, la
alfabetización, la gran batalla de los lápices como él fantásticamente
le decía y bien recordaba su entrañable amigo Tomás
Borge, quien además ha sentenciado, como revolucionario serio
que es, que mientras haya revolución en la Tierra habrá cronopios?
También se sabe que en la literatura latinoamericana de este siglo
hay novelas antes y después de Rayuela, y él mismo se tomó la
molestia de recalcarlo, sin el menor falso pudor, que ha escrito
la serie de cuentos más perfectos de nuestra lengua. Lo que no
es poco si se recuerda que simultáneamente, y durante muchos
años, dedicó la mayor parte de su tiempo a combatir el odio,
la opresión y el desprecio por los valores humanos, de lo que
podemos dar mil detalles quienes lo conocimos, han tomado recibo
sus enemigos y seguramente constará en los archivos de la
CIA, SIE, DINA y demás siglas del crimen organizado.
Habrá los que ante todo esto dirán, alzando una ceja o con un
leve fruncimiento de nariz, que no comparten sus ideas ni sus
actitudes políticas, aunque gustan de su obra literaria. Lo dirán
olvidando sin pudor que no se hace arte a espaldas de la vida y
que él, menos que nadie, separó en la mesa el vino del pan.
Pienso que es preciso ante tanta confusión interesada, cuando los
cuervos pretenden picotear su cadáver y los bien pensantes almidonan
su nombre para que no huela a nada sospechoso, contar
algunas cosas. Merecen ser sabidas, o recordadas si se conocieron;
pido que se obvie mi participación secundaria en algunos hechos
y confío que ayudará a que los más jóvenes sientan con pleno
orgullo que Julio Cortázar nos pertenece, que era y sigue siendo
nuestro compañero en la aventura de la vida. Lo hago, mientras
el tiempo de su muerte marca con más rigor su lugar vacío y la
tristeza abre los postigos de más de un corazón cansado.
Supe de él, primero, como muchos, a través de sus libros. Luego,
por cartas. En una de ellas, a comienzos de 1972, me cuenta que
quiere volver al país para estar presente en el lanzamiento de su
novela El libro de Manuel. Memoricemos que en esta obra – tan
denostada por los puristas – aborda, sin pelos en la lengua, el tema
de las torturas, que ya se habían hecho práctica cotidiana en el
país durante la época de Onganía a Lanusse. Me pide ayuda para
conseguir un sitio no tradicional; quiere escaparse de las librerías,
salones literarios y escritores en la carrera de famas y premios, a
los que teme más que a la peste. Piensa que un texto que denuncia
el terror tiene que conectarse directamente con quienes lo
sufren y lo enfrentan.
Presentamos el libro en la Federación Gráfica, desdeña las amenazas
parapoliciales y superando su timidez participa de una verdadera
asamblea política, donde se discute y se le cuestiona todo,
incluso su posición frente al peronismo y su radicación en París,
y donde él rinde cuenta de sus actos, a fondo, sin jactancias ni
dobleces, con el rigor y la honestidad de un intelectual revolucionario.
Algo más: nombra a Rodolfo Ortega Peña y a mí sus
apoderados, y nos cede todos los derechos sobre la novela para
que con lo recaudado apoyemos la lucha de los presos políticos
y sus familiares. Así lo hicimos y, entre otras cosas, afiches, solicitadas
y viajes hasta las cárceles distantes para ver al hijo, al
esposo o al hermano se concretarán gracias a El libro de Manuel.
Cuando cae preso el poeta Paco Urondo, iremos con él a visitarlo
en Villa Devoto; también quiere entrar en el Penal de Rawson
después de la matanza de la Base Naval, pero no lo dejan. Recorreremos
sin embargo las casas de los asesinados el 22 de agosto
y aún lo veo, mientras la madre de María Angélica Sabelli, tan
pequeña, llora sobre su pecho de gigante flaco. Y él también llorará,
mansamente.
Los que vivieron durante la última dictadura militar en el país tal
vez no conozcan en toda su dimensión su trabajo de denuncia y
solidaridad. Tito Paoletti, que fue su amigo y compañero en la
Comisión Argentina por los Derechos Humanos, ha señalado con
razón dos momentos culminantes. Uno, en el Senado francés, en
el Coloquio sobre Desaparecidos, celebrado en París en febrero
de 1981, donde trazó un cuadro tan estremecedor y riguroso del
drama argentino que nadie que lo escuchó o leyó, de ahí en más
pudo negar la realidad. El otro, su discurso con motivo del quinto
aniversario del golpe militar en un acto celebrado en el Centro
Cultural de la Villa de Madrid. Nunca la palabra conmovió tanto
y expresó a todos. Nunca un pueblo cautivo tuvo como en ese
momento un artista con tanta calidad y tanta ternura.
A principios de diciembre de1983 viajé desde Amsterdam a París
para presentar en la Universidad mi libro Rendición de cuentas que
él, en uno de sus gestos de amistad había prologado. Fue un viaje
duro, por mi falta de visa, por el frío intenso, por mi coche viejo
y sin calefacción; llegué sobre la hora casi enfermo. Y al entrar en
aquella sala con estudiantes franceses pero también con exiliados
venidos de tantas partes y de una sola historia, lo vi, sentado en
un rincón, con su abrigo largo, mucho más viejo, intensamente
demacrado. Sentí vergüenza de mi cansancio, nos abrazamos
largamente y hasta nos besamos, con pudor de porteños y con
mucho amor. Hacía años que no nos veíamos. Lo último habían
sido cartas y llamadas telefónicas por el nacimiento de mi hija y
la muerte de su mujer.
–¿Por qué viniste, Julio?
–¿Cómo no iba a venir? Sabés que no me pierdo una… (Lo dijo
riendo pero había dolor, me miró fijo y con infinita ausencia).
–No jodamos, no se te ve bien, estás temblando… (Dicho lo mío
en voz demasiado baja, tapando las ganas de maldecir al mundo).
–No exagerés, Vicente. Es este clima de mierda de París, nunca
me acostumbro.
–Te busco un té. (En realidad buscaba aire para mí; Julio parecía
envuelto en una gasa de tristeza que lastimaba, aunque quisiera
evitarlo).
–No, quedate tranquilo. Concentrate en los poemas, mirá que no
lees por vos solo, también lo hacés por Paco, Miguel Ángel, Rodolfo…
Y pensar que algunos hablan de volver a la normalidad,
como si no hubiera pasado nada… (Era su queja, pero también
la mía).
Cuando terminó el acto se me acercó, nos volvimos a abrazar,
nos sentamos en un costado, ya no fumaba.
–Mañana me vuelvo al país, Julio.
–¿En serio…? Se termina el exilio entonces, cuidate.
–No te preocupés. (Debí parecerle una caricatura de Humphrey
Bogart). ¿Vamos a comer?
–Perdoname, pero me voy a la cama.
–Te acompaño hasta tu casa.
–No, che, no me hagas más viejo de lo que soy. Me tomo un
taxi. La noche todavía me espera. (Me causó gracia, también él
se hacía el duro y jugaba a ser un personaje de novela negra, esas
que tanto le gustaban; pero ninguno de los dos, y lo sabíamos,
daba ya el physique du role).
–Te escribo apenas llegue a Buenos Aires. (¿Dónde, cuándo
había escrito el primer miedo fue irme de vos / mi último miedo será volver
a vos…)
–Vicente… (¿Por qué miraba a través de una telaraña, acaso no
iba a ser siempre joven y eterno?)
–¿Qué, Julio? (Los golpes bajos están prohibidos, lo enseñaste,
no te aflojés ahora, pensé y puse mi mano sobre su hombro…)
–Sabés que odio las solemnidades, pero no te olvidés que sos uno
de los pocos escritores con historia que han quedado; hay que
guardar la memoria, el tiempo es una insidiosa lima…
No dejó lugar para más palabras, pero nos dimos la mano, la sentí
huesuda y húmeda. Lo vi bajar las escaleras, alto como siempre,
un poco más encorvado. El cielo de París me pareció áspero y
ajeno.
Al otro día, tal como lo había dicho, inicié el viaje que me trajo al
país. No fue fácil y tampoco da para contarlo aquí, por más que
recuerde ese sol que me pegó como un rabioso dios en los ojos a manera de bienvenida.
Poco tiempo después le escribí una carta; llegó cuando ya había
muerto. Aunque eso de estar muerto y no estar muerto en cuanto
a Julio es apenas un decir.
- 50 años de Rayuela
- La historia de Rayuela, según Julio Cortázar